6.23.2008

EL GRAN MEDICO


(tomado de sbu)


Enfermedad y sanación
Por Roberto Bascom

Jesús no es un médico del siglo primero. Él es, más bien, un sanador.

En el Nuevo Testamento encontramos ejemplos de expresión simbólica de modelos cognitivos que se fundamentan en una existencia delimitada por fronteras. Pero, por lo general, toman, en esos textos, la forma de relatos de enfermedad y sanación, y no la de leyes de pureza y santidad, como en el Antiguo Testamento.

John Pilch ha escrito ampliamente sobre este tema, y ha aprovechado tanto los trabajos de Bruce Malina y de otros investigadores, incluida Mary Douglas, como, por supuesto, sus propias investigaciones sobre la medicina y la antropología mediterráneas.

Pilch (2000: 24-25) señala en primer lugar que las modernas ideas sobre enfermedad y curación, o discapacidad y rehabilitación, no nos ayudan mucho a entender el problema en el contexto del NT. Trata él de clarificar algunos aspectos del tema definiendo primeramente los términos. Acepta que esto es esencialmente un ejercicio realizado por alguien que observa desde fuera de una cultura (ejercicio llamado «ético»), pero que, no obstante, nos es útil para obtener una visión desde dentro de ella (o sea, una perspectiva émica).

Este autor considera que la palabra «enfermedad» es un término de significado amplio, que incluye no sólo la dolencia específica sino también la percepción integral de la persona enferma, tanto respecto de sí misma como en sus relaciones inmediatas (con la familia y con la sociedad). Pilch señala que la biomedicina contemporánea se ha concentrado en el primer aspecto.

Por ello, la moderna medicina trata de hallar la cura para ese tipo de enfermedades. Aquí se presenta, de hecho, un significativo contraste con la preocupación por la enfermedad en la época del NT. Esta (i.e., la enfermedad) se percibía como la experiencia, mucho más abarcadora, de «no estar completo» en los aspectos físico, psicológico y social, y también de no ser parte integral de una totalidad. Esta condición de «no estar completo» no requería tanto un acto de sanidad como de sanación, con miras a restaurar a la persona a su estado previo de bienestar. Por último, este estado de bienestar se percibía en términos no tanto de la restauración de las habilidades físicas (i.e., «sanidad») sino de la reincorporación o reintegración de la persona como tal en la sociedad.

Así, en el NT, ya sea que la sanidad tenga que ver con la lepra o con la ceguera (una enfermedad o una discapacidad física, respectivamente, en lenguaje moderno) o con cualquier otro problema, las categorías modernas de restauración de habilidades (o sea, ser capaz de hacer lo que uno no podía hacer cuando estaba enfermo o sufría de alguna discapacidad) no son tan significativas como las de la restauración de la persona en el seno de su comunidad (es decir, poder ser lo que uno no podía ser mientras estaba enfermo) (Pilch 2000: 4s.).

Centrados, precisamente, en estos aspectos, surgen los conflictos con los líderes de la comunidad en los diversos contextos de los relatos novotestamentarios de las sanidades llevadas a cabo por Jesús. Por eso mismo, Jesús puede no sólo equiparar la sanidad con el perdón de los pecados (Mt 9.2s.) sino también mandar los leprosos a los sacerdotes que debían declararlos aptos para regresar a sus propios lugares en la estructura social (Lc 1.14) y usar la ceguera física como indicador simbólico directo de la «ceguera» espiritual (Jn 9).

Jesús no es un médico del siglo primero (en todo caso, si uno se fuera a referir a él como médico, lo haría metafóricamente). Él es, más bien, un sanador. Lo que incomodaba a sus oponentes no era que él restaurara las habilidades de quienes estaban discapacitados, sino que, de acuerdo con las antiguas concepciones de sanación, tales sanidades reclamaban una reorganización de la estructura de la sociedad. Reincorporar las personas marginadas a sus comunidades significa siempre un reto para las existentes estructuras de autoridad, a menos que tal reincorporación la realicen las propias autoridades.

Pilch usa varios esquemas para arrojar luz sobre el mundo del NT, en lo que concierne a la enfermedad y la sanidad. Toma de Bruce Malina (1993: 74s.) categorías relativas al cuerpo humano, para darles sentido a los diferentes tipos de enfermedades y sanidades que se presentan en el NT.

De acuerdo con Malina, los autores semitas del NT hicieron amplio uso de la imagen del cuerpo humano para hablar metafóricamente de la totalidad de la persona. En este aspecto, ha seguido lo que ya han hecho otros, incluyendo a Wolf (1974) quien ha planteado observaciones similares relativas a los escritores del AT. Malina considera, específicamente, que hay tres áreas que corresponden a tres aspectos de la experiencia humana: ojos-corazón (pensamiento emocional), bocaoídos (expresión) y manos-pies (acción con propósito).

Según esta categorización, cada una de las enfermedades a las que debió enfrentarse Jesús de acuerdo con los relatos del NT, corresponde a una de las áreas señaladas, y plantea posibilidades acerca del significado social del proceso de sanación que sigue de inmediato. Cuando el ciego ve y los que ven se convierten en ciegos, y cuando el sordo oye mientras que los que oyen se vuelven sordos (Jn 9.39; 12.41; Mt 13.15), hay aquí mucho más que un simple y brillante juego de palabras; se trata, más bien, de que se ha producido una especie de trastrueque social producido por los actos de sanidad y en concordancia con la perspectiva omniabarcadora que, de la enfermedad, presenta el NT.

De Arthur Kleinman (1980), Pilch (2000: 25s.) toma y desarrolla el análisis de los sistemas, antiguos y modernos, de sanidad. Tres sectores de la sociedad aparecen en este análisis y deben ser tomados en consideración: el popular, el profesional y el folclórico o de la medicina tradicional. El sector popular existe en todas las sociedades, y tiene que ver con la experiencia cotidiana de la enfermedad en cualquier sociedad, y con el conjunto de relaciones sociales inmediatas (la familia, los amigos, etc.) que existen para enfrentarla.

En la época antigua, el sector profesional estaba subdesarrollado hasta el punto de ser irrelevante, al menos según los estándares occidentales de la moderna biomedicina. Lo mismo puede decirse del sector profesional de sanidad en las culturas tradicionales modernas. Pero lo contrario resulta ser verdad del sector folclórico (de la medicina tradicional). Mientras, en las culturas que han desarrollado sistemas biomédicos occidentales para el cuidado de la salud, este sector tradicional juega un papel consecuentemente débil. (No obstante lo dicho, en épocas recientes este sector ha experimentado una especie de reactivación en algunos países occidentales, probablemente causada por contactos recientes con culturas tradicionales modernas.) Pero, en épocas antiguas, el sector folclórico (debidamente organizado en la comunidad) constituía el centro de la estructura de sanación.

Así, como ya se indicó, en el contexto antiguo relativo al cuidado de la salud, no se llamaba al doctor, en el sentido occidental moderno, sino que se llamaba a un «sanador». Las expectativas que se depositaban en un «sanador» eran muy diferentes de las que la medicina moderna deposita en un médico. Aunque la dolencia pueda ser la misma en ambos contextos (i.e., en el antiguo o tradicional y en el occidental moderno), incluso las descripciones de los problemas varían ampliamente y como era de esperar. Sea que se trate del diagnóstico (cuál es la dolencia), de la etiología (qué la causó), de la prognosis (qué sucederá probable-mente como consecuencia de esa dolencia) o del tratamiento (qué vamos a hacer para enfrentarla), los tan diferentes sistemas de salubridad estructuran la situación de tal manera que sólo incidentalmente podrían semejarse entre sí.

Para comenzar, Pilch (2000: 69,80 et.al.) nota que la mayoría, si no todos, los casos de sanidad en el NT se relacionan con el mundo de los espíritus, ya sea directa o indirectamente. Así, una fiebre se trata como a un demonio (Lc 4.39), y lo que la medicina actual trataría como epilepsia también se presenta como posesión demoníaca (Mt 17.14s.; Mc 9.20s.). Pilch cita a George Foster (1976) al contrastar, una vez más, los puntos de vista tradicional antiguo y occidental moderno sobre estos asuntos. Foster contrasta las explicaciones personalistas de la enfermedad (causada por agentes personales, como son los espíritus u otras personas) con las explicaciones naturalistas (o sea, en términos generales, las explicaciones biomédicas modernas).

Aunque pareciera haber espacio en las sociedades tradicionales para la explicación materialista de la enfermedad (e.g., una corriente de aire frío puede enfermar a alguien), la mayoría de los casos, si no todos, puede rastrearse hasta causas personalizadas (vientos y espíritus frecuentemente se asocian unos con otros, como también el frío y la muerte). La terminología personalista que se emplea en el NT a veces queda obnubilada en las traducciones modernas. Así, el muchacho «epiléptico» de quien Jesús expulsa un demonio es realmente un «lunático», según Mt 17.14 (mientras que en Mc tiene un espíritu malo).

Al final, Pilch (2000: 49-51 et al.) vuelve a la idea de límites o fronteras, tal como la hallamos en Mary Douglas, como la más útil para describir cómo los sistemas antiguos y modernos para el cuidado de la salud difieren en el nivel cognitivo. La enfermedad, en el NT, puede verse casi siempre desde el punto de vista de límites.

Por ejemplo, la posesión demoníaca, tan frecuentemente asociada en el NT con toda clase de enfermedades y discapacidades, se presenta como una inversión de las fronteras del cuerpo. Los demonios salen de la gente y esta queda completa. La lepra, como Douglas y otros han señalado, no era una enfermedad específica sino cualquier tipo de lesión cutánea que no se sanaba, con lo que, tanto simbólica como literalmente, violaba los límites del cuerpo. La mujer con flujo menstrual (Mt 9.20s.) entraría así mismo en esta categoría, como también en la próxima. Los ciegos, sordos y mudos, todos padecen de deficiencias en los puntos de entrada o salida del cuerpo, mientras que manos secas (Mt 12.10 y paralelos) o piernas paralizadas (Mc 2.34 y paralelos) son símbolos de acción, como ya se señaló, y son extremidades, es decir, están en las fronteras («extremos») del cuerpo. (Cf. los rituales del AT, según los cuales se ponía sangre en el pulgar de la mano y del pie [Lv 8.23 y otros pasajes], o el uso de las filacterias [de las que habla, entre otros textos, Dt 6.8].) Y finalmente, los pobres, los pecadores y los recolectores de impuestos (Mt 9.10 et al.), con quienes Jesús se asocia y a quienes explícitamente ofrece salvación usando terminología médica (Mt 9.12) corresponden a los marginados de la sociedad.

De esta manera, el altamente simbólico mundo del NT asociado con la ciencia antigua da origen a textos de múltiples estratos (al menos desde una perspectiva moderna; probablemente los antiguos veían la cuestión como conjunto), en los que la enfermedad, la discapacidad y el pecado podrían equipararse entre sí en un universo en el que la reversión de esas situaciones se consideraba posible y se catalogaba como acto de sanidad. Un ejemplo de este tipo de complejo de relaciones lo encontramos en el dicho de Jesús, que registra Mateo, de que «el ojo es la lámpara del cuerpo» (6.22; 11.34-36).

Este texto, extraño para los lectores modernos, puede entenderse mejor a la luz de las antiguas nociones acerca del ojo. Los antiguos griegos –Pilch cita a Aristóteles– no consideraban que el ojo recibía los rayos de luz, sino que los transmitía. Así, pues, la gente o tenía luz (o sea, bondad) en su interior, y esa luz salía a través del ojo y eso le permitía ver o, al contrario, tenía oscuridad (mal) en su interior y esa oscuridad también salía por los ojos, por lo que esta transmisión “obscura” se asociaba con el mal de ojo (Pilch 2000: 132s.).

Estas asociaciones no corresponden a las asociaciones que hacemos hoy día, de iluminación con conocimiento, sino que tienen que ver con luz y oscuridad de carácter moral. Esta diferencia, congruente con las asociaciones que en el AT se hace de la sabiduría con la conducta moral y espiritual, y no con el conocimiento (cf. Proverbios), no podría ser más significativa.

Este sucinto estudio debería hacer recordar a quienesquiera que procuren interpretar la Biblia, y a los traductores en particular, una sencilla pero difícil verdad relacionada con la comprensión intercultural.

William Countryman (1988: 257) lo ha expresado mejor que nadie: «Cada cultura, incluyendo la del mundo mediterráneo del siglo primero, es una totalidad y no se puede reconstruir a partir de pedazos aislados. Aun cuando hayan sobrevivido pedazos aislados, o hayan sido conscientemente “revividos” ya no significan lo mismo en sus nuevos contextos.» Y continúa (1988: 239): «... la experiencia de una persona se torna pertinente para otra sólo en la medida en que la una pueda mostrarle a la otra cómo ambas pertenecen al mismo mundo y comparten la realidad o posibilidad de experiencias estrechamente comparables.»

Estas palabras, que no deberían desalentar a los traductores respecto de su tarea, sí deberían hacer que se enfrenten a esa tarea con profunda humildad. [El presente estudio bíblico fue publicado por primera vez en la revista Traducción de la Biblia, de las Sociedades Bíblicas Unidas, en su Número especial del 2001]

GIANCARLO PELLEGRINO